Ante la escasez de grandes desembarcos de cadenas hoteleras y la recesión, el gobernador Ricardo Quintela apuesta a un circuito de «turismo solidario» con cooperativas. La incógnita sobre la rentabilidad real y el mantenimiento de los recursos naturales en una provincia con asfixia financiera.
En el tablero de ajedrez que juega la administración de Ricardo Quintela frente a la Casa Rosada, el turismo se ha convertido en el nuevo peón de batalla. La provincia, dueña de paisajes de belleza incalculable como el Parque Nacional Talampaya o la Reserva Laguna Brava, se enfrenta a una disyuntiva de hierro: cómo explotar esos recursos y generar divisas genuinas cuando la inversión privada tradicional se retrae y la billetera nacional permanece cerrada.
La respuesta del oficialismo riojano, plasmada en el reciente convenio firmado para potenciar el «turismo cooperativo y mutual», revela un síntoma más profundo de la economía provincial. Ante la dificultad de atraer al private equity tradicional —aquel dispuesto a construir hoteles de cinco estrellas o desarrollar infraestructura de servicios de clase mundial—, La Rioja gira hacia la «economía social».
¿Negocio o contención?
El acuerdo, celebrado como un hito de gestión por el gobierno local, busca integrar a las cooperativas y mutuales en la cadena de valor turística. La retórica oficial habla de «democratizar» el acceso y fomentar un desarrollo inclusivo. Sin embargo, bajo la lupa del análisis político y económico, la maniobra plantea interrogantes sobre su sustentabilidad a largo plazo.
En un contexto de estanflación nacional, donde la clase media ajusta sus gastos de ocio, apostar al turismo mutual —que por definición opera con márgenes acotados y tarifas subsidiadas o «solidarias»— parece más una estrategia de circulación de pesos internos que una política de atracción de riqueza externa. La pregunta que sobrevuela en los despachos opositores es si este modelo tiene la «espalda» financiera suficiente para mantener la calidad de los destinos.
La explotación de bellezas naturales requiere inversiones constantes: caminos, conectividad, tratamiento de residuos y servicios de alta gama para captar al turista internacional, el único que hoy trae los dólares que la economía riojana necesita desesperadamente. ¿Pueden las cooperativas, muchas veces dependientes de la asistencia estatal directa o indirecta, asumir el rol de desarrolladores de infraestructura que el Estado ya no puede financiar?
El reemplazo del privado
La decisión de Quintela de recostarse sobre el sector asociativo puede leerse también como una admisión tácita de las dificultades para seducir al capital privado convencional. En un clima de negocios donde la seguridad jurídica y la estabilidad fiscal son los activos más valorados por los inversores, La Rioja, con su perfil de confrontación política y sus «Chachos» (la cuasimoneda provincial), no aparece primera en la lista de los grandes operadores turísticos.
Así, el «turismo cooperativo» corre el riesgo de convertirse en un circuito cerrado, una suerte de endogamia económica que mantiene la actividad a flote pero sin el salto de calidad necesario para competir con destinos consolidados como Mendoza o Salta, que han logrado una sinergia mucho más aceitada con el capital privado global.
La paradoja de los recursos
El desafío para La Rioja en 2026 será demostrar si este modelo es una alternativa ideológica viable o simplemente un parche ante la crisis. Si la provincia pretende ser una «isla» turística, necesitará algo más que convenios de voluntarismo político. La naturaleza riojana es exuberante, pero el mercado turístico es implacable: sin inversión de capital intensivo, las postales del Talampaya corren el riesgo de ser un tesoro que la provincia no tiene cómo administrar eficientemente.
La apuesta de Quintela es clara: el Estado (y sus satélites cooperativos) como motor. El riesgo, como siempre en estos casos, es que cuando el flujo de subsidios se agota, lo que queda no es una industria turística pujante, sino una estructura burocrática más para sostener.