Con la capacidad instalada perforando el piso del 32,5%, la provincia se aferra a un modelo de manufactura liviana que ya no resiste sin proteccionismo. La resistencia política a soltar el pasado le impide acelerar a fondo con la minería, la única «soja» posible para salir de la dependencia fiscal.
En los despachos de la Casa de las Tejas, la nostalgia industrial pesa más que la geología. La reciente confirmación de que la industria textil opera apenas al 32,5% de su capacidad instalada —su punto más bajo en dos años— no es solo un dato recesivo; es la evidencia final de un anacronismo estratégico. La Rioja se enfrenta a una crisis de identidad productiva: sigue gastando su escaso capital político y fiscal en sostener con respirador artificial a un sector textil que depende de un mercado interno en ruinas y de barreras aduaneras que ya no existen, mientras dilata la explotación masiva de sus recursos mineros, la única vía real para cortar el cordón umbilical con el Tesoro nacional.
La insistencia del gobernador Ricardo Quintela en presentarse como el defensor de las fábricas de hilados y confecciones obedece a una lógica electoral de corto plazo, pero es un suicidio económico a largo plazo. El Parque Industrial riojano fue un invento de la promoción industrial de los años 80 y 90, un «invernadero» fiscal diseñado para producir en el desierto lo que el mercado naturalmente no pondría allí. Hoy, sin los subsidios de la Nación y con una apertura comercial que expone los costos logísticos de la provincia, ese modelo se desmorona. Los galpones vacíos y las suspensiones no son culpa exclusiva de la coyuntura libertaria; son el resultado de haber apostado durante cuarenta años a una industria que nunca logró ser competitiva por sí misma.
El costo de oportunidad de los Andes
La paradoja es cruel. Mientras la provincia mendiga fondos para subsidiar la energía de las textiles y evitar despidos, duerme sobre yacimientos de cobre y litio que el mundo demanda con desesperación. La minería es para La Rioja lo que la soja es para la Pampa Húmeda: su ventaja comparativa natural. Sin embargo, el desarrollo de esta industria avanza a paso de tortuga, frenado por zigzagueos ideológicos, intentos de estatismo provincial (a través de empresas como Kallpa) y una desconfianza histórica hacia el gran capital privado que exige seguridad jurídica (como el RIGI) para hundir miles de millones de dólares.
¿Por qué la política riojana prefiere la agonía textil a la promesa minera? La respuesta está en la estructura del empleo. La industria textil es intensiva en mano de obra: emplea a miles de personas rápidamente, aunque con salarios bajos. La minería, en cambio, es intensiva en capital: genera inmensa riqueza y regalías, pero menos puestos de trabajo directos y requiere tiempos de maduración largos que no coinciden con los calendarios electorales.
El miedo a la reconversión
Quintela elige el «malo conocido». Prefiere gestionar la decadencia de un parque industrial que le permite la foto con el obrero y el discurso de la «defensa del trabajo nacional», antes que asumir el costo político de una transición hacia una economía extractiva moderna. Pero los números del 32,5% de uso de capacidad son un grito de la realidad: no hay demanda suficiente para tantas remeras y sábanas en una Argentina empobrecida.
La Rioja está comprando tiempo caro. Cada peso que se destina a sostener artificialmente una matriz textil inviable es un peso que no se invierte en infraestructura para la minería. La provincia se comporta como quien intenta arreglar una máquina de escribir vieja en la era de la inteligencia artificial. La salida económica está en la cordillera, no en la máquina de coser. Pero para verla, hace falta una audacia política que rompa con el rito peronista de la industrialización forzada y acepte que, en el siglo XXI, la riqueza de La Rioja no está en lo que cose, sino en lo que extrae.